Desde una esquina del tiempo llega el rumor de sus voces. Mucho de lo que susurran a mi oído nunca será conocido. Pero algunas palabras verán la luz del papel, y serán.



domingo, 22 de abril de 2012

Obediencia


            No tenían derecho a obligarlo a realizar aquella tarea. Podían hacerlo, pero no era justo.

            Repasó una y otra vez las órdenes que figuraban en el papel. Y cada vez que llegaba al final de la hoja, su enojo era mayor. ¿Qué se habían pensado? ¿En nombre de qué trasnochada autoridad dictaban ese tipo de órdenes? La creciente rebeldía le hacía temblar las manos y caminaba de un lado a otro de la pequeña habitación, como una fiera enjaulada.

            Se dirigió hasta el mueble — el único que había, aparte de la cama — sucio y desvencijado. De un estante, tomó una botella, de la cual bebió directamente, a grandes tragos, pasándose luego el antebrazo por la boca, para restañar los restos de bebida que caían por sus comisuras.

            Pensó en ellos. En aquel mismo momento, estarían frente a todos los medios de prensa, explicando — a su manera— la situación. Ante tanta falsedad e hipocresía, se le revolvió el estómago. Volvió a tomar la botella y la apuró hasta la última gota.

            Puso un momento su mano contra el pecho, sobre el bolsillo de la camisa, donde siempre llevaba una fotografía de su familia. Era una forma de no desprenderse totalmente de la realidad. Era un hilo delgado, que lo tironeaba desde el fondo de aquel horror, y lo elevaba, apenas, sobre la frontera de la locura.

            Miró sin ver, por última vez, aquel maldito papel. Luego lo arrojó al piso, tras acercarle un fósforo encendido. Esperó hasta que las cenizas se esparcieron por la pieza, empujadas por el viento frío que entraba por debajo de la puerta.

            Se dirigió nuevamente al mueble y tomó la pistola. Como un autómata, la revisó y la cargó. La colocó en la funda que llevaba a la cintura y salió afuera.

            Enfrente, a pocos metros, en un hediondo cobertizo que hacía las veces de calabozo, el hombre lo vio venir y comprendió. Lo miró con lástima, sin miedo, con la firmeza de quien sabe que ha cumplido hasta el final.

            El único árbol que había en aquel páramo se estremeció con las dos primeras detonaciones. Una paloma blanca, que anidaba entre sus ramas, voló, asustada, y se perdió hacia el horizonte.

            La última detonación quebró nuevamente el silencio y su eco se disolvió en el aire.

            La calma lo cubrió todo, como un sudario que ahogó el gemido de la tierra que, en dos lugares, se fue cubriendo lentamente de rojo.

domingo, 15 de abril de 2012

Tras sus huellas


                Tuve que saltar ágilmente para ocultarme tras un saliente de la pared. No podía permitir que me descubriera, y ahora él estaba girando su cabeza hacia atrás, como si desconfiara.

            Yo no había logrado ver su rostro, aún. Comencé a seguirlo desde el momento en que salió del lugar indicado y me mantuve a una distancia prudencial, para que no adivinara mi presencia. Al principio, caminó muy lentamente, como absorto en sus pensamientos. Incluso, se detuvo un par de veces, como dudando si continuar o no. Pero nunca volteó hacia mí.

            Un aire en su manera de caminar daba leves toquecitos en mi memoria, como buscando la similitud con alguien que yo conocía, aunque eso era muy improbable. Se me había encomendado seguirlo hasta que llegara a su destino y, para eso, era indiferente si lo conocía o no. Sólo debía evitar que él supiera que estaba siendo seguido.

            Con dificultad, se iba abriendo paso entre la gente. A esa hora eran muchas las personas que se desplazaban por la calle. Eso me ayudaba a no despertar sospechas, pero también me hacía difícil no perderlo de vista.

            En determinado momento, apuró el paso, como si de pronto se hubieran disipado sus dudas, y hubiera tomado una decisión trascendente. Eso me obligó a extremar mi atención y no quitar mis ojos de sus espaldas. Noté que, aunque llevaba sombrero, el corte de su cabello me resultaba familiar. No podía quitar de mi cabeza esa sensación de conocerlo, o por lo menos, de haberlo visto antes. Aún sabiendo que ese dato era intrascendente, y que, incluso, podía resultar peligroso, porque me distraía del centro de mi misión. Era vital saber adónde se dirigía, pero aún eso no resultaba claro.

            Me mantuve unos segundos oculto y luego comencé a asomarme muy lentamente, milímetro a milímetro. Él había continuado la marcha. Tal vez, su giro hacia atrás fue un gesto mecánico, intrascendente. Me lancé de nuevo tras sus pasos, aunque ahora resultaba más sencillo, dado que había disminuido la cantidad de gente en la calle.

            Fiel a su ritmo, me mantuve pegado a sus talones, inclaudicable. Cada vez que doblaba en una esquina y se perdía, calle abajo, mi corazón daba un vuelco, ante la posibilidad de perderle el rastro. Por lo tanto, decidí disminuir al mínimo la distancia, aún arriesgándome a que me descubriera. No quería fallar y, en esto, puse todas mis energías.

            Hasta que, de pronto, lo impensable: al llegar a una esquina, giró hacia la derecha. Diez segundos después, llegaba yo, para girar a mi vez y continuar mi tenaz persecución. Pero él se había detenido a un par de metros de la esquina y se había vuelto hacia mí.

            Fue imposible detenerme a tiempo. Traía demasiado impulso y su gesto me tomó totalmente por sorpresa. El choque fue inevitable. El estallido fue ensordecedor, y los trozos de mi espejo quedaron esparcidos por toda la habitación.

lunes, 9 de abril de 2012

Demoledor


El puñetazo le dio de lleno en la cara y le hizo perder el equilibrio. Se golpeó contra la pared y ésta se resquebrajó, dando toda la impresión de que la casa iba a desmoronarse de un momento a otro. Mientras intentaba levantarse, sacudiendo la cabeza, aturdido, alguien trajo un largo tirante de madera, que encajó firmemente en la estructura, para evitar la caída del techo. Como se distrajo, mirando aquella solución de emergencia, el segundo puñetazo lo tomó totalmente desprevenido. Justo en el mentón, de abajo hacia arriba. Fulminante. Su cuerpo se elevó, para después caer con todo su peso sobre la mesa del comedor, que se hizo añicos. La misma persona que había sostenido el techo fue quien trajo los trozos de hielo que lo reanimaron. Todo giraba, sicodélicamente, a su alrededor.

            Hasta que todo se detuvo, bruscamente, tras una combinación de golpes: uno al ojo izquierdo y otro al derecho. Mientras se tambaleaba, observó que, desde la cercana Catedral, iban saliendo los novios, entre la algarabía de la gente, que les lanzaba puñados de arroz. Todos gritaban, aplaudían y reían. En ese momento, comenzaron a sonar las campanas.

            Milagrosamente, se mantenía en pie, cuando el técnico lo abrazó y lo llevó hasta su esquina.

            — ¡Tienes que defenderte! ¡Si te sigue golpeando así, vas a tener alucinaciones!

domingo, 8 de abril de 2012

Vienen


Vienen
y golpean, como golpean
las olas en la playa,
y se vuelven al mar
para volver, siempre.

Vienen
y se van, como se van
las golondrinas, emigrando,
buscando calidez
en otros prados,
para volver, siempre.

Vienen
y me inquietan, como inquietan
las presencias agoreras
de los cuervos,
que rondan su presa
para volver, siempre.

Vienen
y me dejan, si me dejan,
sabor amargo de pasado y de futuro
no resueltos,
que nunca se van,
y vuelven siempre.