Desde una esquina del tiempo llega el rumor de sus voces. Mucho de lo que susurran a mi oído nunca será conocido. Pero algunas palabras verán la luz del papel, y serán.



domingo, 28 de abril de 2013

El amigo


Entraste como una tromba al restaurante, mirando a todos lados, buscándolo. Tal vez aún estuviera allí. Pasaban ya las tres de la tarde, y las mesas ocupadas eran pocas. No estaba en ninguna de ellas, pero la sensación de su presencia no te abandonaba, por lo que decidiste sentarte y esperar. Podía estar en los lavabos, o en las cabinas telefónicas, que desde allí no se divisaban.
Pasados diez minutos, el mozo ya se había acercado dos veces a preguntarte si deseabas algo. El hombre te miraba con simpatía y extrañeza, y no insistió demasiado, cosa que agradeciste. Cuando pensabas en una excusa creíble para retirarte sin consumir nada, tus ojos se posaron en una mesa, cerca de los ventanales que daban a la calle. Todavía no habían retirado el pocillo vacío, y bajo el platillo se veía un papel, cuidadosamente doblado.
Desde la mesa contigua solicitaron al mozo que trajera la cuenta, circunstancia que aprovechaste para escurrirte hacia aquel lugar, que te atraía como un imán. Disimuladamente, pusiste el papel en el bolsillo y, ahora sí, seguro de que él se había retirado, llamaste al mozo para pedirle un café. Te miró un momento, y pareció que iba a decirte algo, pero luego se encogió de hombros y marchó a traer tu pedido. Claro —pensaste—, le habría llamado la atención tu actitud, desde que llegaste, pero debía estar acostumbrado a las rarezas de los clientes, así que asunto olvidado.
Pero tú no podías olvidarlo: esa extraña sensación de que el hombre a quien venías siguiendo los pasos te comunicaría algo trascendente. Sacaste tu libreta de apuntes, y mezclaste el papel entre sus hojas, para poder abrirlo y leerlo con tranquilidad. Tus ojos, urgidos por la ansiedad, recorrieron los trazos nerviosos del mensaje:
“Yo lo hice. Y sé que no podré vivir con esto. Usted debe ayudarme”.
El texto resonó en tu mente, como un angustioso grito de auxilio. Se notaba la carga emotiva, y el peso de la conciencia sobre la mano que escribió aquellas líneas. Pero, rápidamente, ordenaste tus pensamientos, anteponiendo la realidad a las emociones: tu tarea, como policía, era perseguirlo y detenerlo. Él debía enfrentar las consecuencias de sus acciones. Estabas investigando un asesinato, y a juzgar por lo que decía la nota, el hombre se declaraba culpable. Tu trabajo era atraparlo, y hasta allí llegaba tu responsabilidad. El problema era que, misteriosamente, él te había involucrado en el caso, desde antes de cometer el crimen. Te había enviado señales difusas, que te fueron dirigiendo, sin darte cuenta, hacia la víctima.
La víctima… Un término técnico, que no puede expresar lo que ella significaba para ti: la mujer más hermosa que hubieras visto nunca, dueña de la personalidad más subyugante que hubieras podido conocer. Y —lo supiste más tarde— dueña del corazón más frío y calculador que alguien pudiera albergar en su pecho. Fueron dos meses de pasión arrebatadora, y luego, en cuestión de horas, tu amor se transformó en el odio más profundo que alguien pudiera sentir. El dolor fue lacerante. Por momentos, creíste que nunca lograrías superarlo. Entonces, el misterioso personaje ocupó toda la escena. O por lo menos, eso te pareció, por la situación en la que te encontrabas. Sus mensajes llegaron casi a diario, adoptando una actitud de contención hacia tu persona, que logró evitar que enloquecieras. Eso, y sumergirte de lleno en el trabajo. Tomaste los turnos dobles y las tareas más arriesgadas, para apartar de tu mente su rostro, sus besos, su traición… Hasta el día —fatídico, según resultó después— en que recibiste un lacónico mensaje del desconocido:
“Ya puede estar tranquilo. Yo me ocuparé de todo.”
No comprendiste a cabalidad el significado de aquel mensaje hasta la noche siguiente, cuando encontraron el cadáver de ella, en su propia casa, con un disparo en el pecho, a la altura de su helado corazón.
En el Departamento no conocían tu relación con ella, así que te enviaron a ocuparte del caso. Tuviste que verla así, rota, desmadejada, con el bellísimo rostro desfigurado por una mueca de horror.
Sentiste que caías en un pozo muy oscuro, donde te asaltaban horribles pesadillas. ¿Qué mente macabra había tramado todo esto? ¿Quién era el misterioso personaje? ¿Aquello era “ocuparse de todo”? Tú no deseabas aquella muerte, tu odio no llegaba a tanto. Además, ya casi lo estabas superando. ¿Por qué ese hombre se había tomado tal atribución?
Los recuerdos, tan recientes, giraban a ritmo de vértigo en tu mente, y el café ya estaba frío, por lo que pagaste, y saliste corriendo a la calle. Necesitabas el aire fresco, no podías aturdirte ahora, que tenías a tu presa tan cerca. En esos meses, a través de los mensajes, habías aprendido a conocer a tu misterioso “amigo”, y casi podías prever sus próximos movimientos. Aunque algo había fallado la noche del asesinato: hubo una desconexión que te desorientó, y luego fue muy tarde. Pero ahora todo estaba muy claro.
Caminaste unas cuantas cuadras, para tranquilizarte. Además, el lugar adonde te dirigías no quedaba lejos. Al llegar, subiste por las escaleras hasta el tercer piso. Te detuviste frente a una puerta y retiraste los precintos que tú mismo habías hecho colocar, para proteger la escena del crimen. Cruzaste el recibidor, y pasaste a la sala, iluminada por el sol, a través de las cortinas. En el piso, la silueta dibujada amenazaba con traerte otra vez una vorágine de recuerdos.
De nuevo apartaste de un manotazo las emociones. Necesitabas toda tu lucidez. Te sentaste en el sillón, de frente a la puerta. Todo terminaría pronto. Sabías que él vendría, y no podría escapar. Sacaste tu arma, y revisaste rutinariamente el tambor. Te quedaban cinco balas. Más que suficientes. Con ella sólo necesitaste una.
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