Los sonoros trinos
de los pájaros fueron quebrando la oscuridad de la noche, y el sol se fue
abriendo paso entre las ramas de los árboles. En la alfombra de hojas secas,
innumerables insectos y roedores comenzaron su diaria rutina de procurarse el
alimento.
Al borde del monte, desde el pequeño
rancho de barro y paja, un hilo de humo se elevó hacia las altas copas. Don
Ramírez también comenzaba su día, y encendía el fuego para el desayuno.
Muchos paisajes similares lo habían
visto despertar, a lo largo de casi sesenta años. Su vida de monteador lo
obligaba a trasladarse continuamente, y su vivienda duraba lo que duraba el
monte. Dos, tres meses. Seis, en algunas ocasiones, cuando la vista no
alcanzaba a ver el final de los plantíos.
Un trozo de carne de capón, dorado
al resplandor del fuego, junto a la dura galleta que le traía el patrón, cada
quince o veinte días, le dieron ánimo para enfrentar la jornada. Tomó unos
mates, saliendo de vez en cuando a la puerta, para contemplar aquella imagen
tan conocida, pero siempre nueva, del monte atravesado horizontalmente por los
rayos del sol.
El aire fresco, cargado de la
esencia de los eucaliptos, le trajo una carga de sensaciones. Algo muy parecido
a la melancolía le hormigueaba en el pecho.
Uno tras otro, fue realizando los
gestos de todos los días. Llevó los restos de comida al perro, que permanecía
atado a un costado del rancho. Limpió y ordenó los pocos enseres que había
utilizado. Se calzó las alpargatas, que hasta entonces había tenido puestas a
medias, y se dirigió al rincón donde guardaba el hacha. Siempre, desde que
tenía memoria, el momento de tomar el mango entre sus manos era como un gesto
religioso. Por un instante, su mente y su corazón se ausentaban. Quizá ni él
mismo supiera lo que pasaba por su alma en aquellos momentos. Cerraba los ojos,
y sus manos se apretaban en torno al madero. Cuando volvía a abrirlos, un
brillo extraño anunciaba que estaba preparado para la tarea. Y así, por
incontables días, tras aquella breve genuflexión, sus brazos manejaban
diestramente el hierro, para ver caer, uno a uno, los enormes troncos.
Salió hacia el monte, acomodándose
la boina descolorida, silbando entre dientes una tonada irreconocible. Los
enormes árboles parecían saber a qué venía, y lo esperaban, resignados a su
suerte.
Llegó al claro que él mismo había
creado a filo de hacha, donde se veían los troncos cercenados, entre los restos
de ramas y hojarascas. Pero no se detuvo allí. Se adentró más en el monte.
Caminó con determinación hacia un eucalipto portentoso, que lo aguardaba
desafiante. Y era, tal vez, el mayor desafío en su vida de hachero.
El grueso tronco no hubiera podido
ser abrazado por dos personas tomadas de las manos. Era difícil mirar hacia la
copa sin perder el equilibrio, y Ramírez se apoyó en el hacha para contemplar
la verde punta, hendiendo el cielo, que ya aparecía de un azul intenso. De no
ser tan evidente la vida que corría por sus ramas, se podía haber pensado que
era de hierro. Tal la dureza que se reflejaba en los ojos cansados del
monteador.
Observó el árbol, imponente,
majestuoso, y volvió a mirar su hacha. Fue necesario un nuevo momento de cuasi
adoración, como el que se producía en el rancho, antes de salir a trabajar. Ramírez
abrazó su hacha, como se abraza a un hijo, a un hermano, a una madre. Y con
ella entre los brazos, se arrodilló sobre el manto de hojarasca.
El pozo, al pie del árbol, lo había
excavado la tarde anterior. Si hubiera tenido que hacerlo ahora, quizá la
emoción le hubiera impedido cumplir con su propósito.
Con gesto ceremonioso, pero breve,
depositó su hacha en el lecho húmedo y oscuro. Sus manos, callosas, fueron
empujando la tierra, mezclada con unas lágrimas imparables. Era el adiós a su
compañera de tantos años. Y la bienvenida a la jubilación, que sonaba como un
bálsamo para su cuerpo cansado.
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