se durmió, recostada
tras la tenue línea
del horizonte.
Y a sus pies
desapareció el paisaje.
Parecieron morir
los árboles, las casas
y el verde sombrío del campo.
El hombre
no quiso aceptar
ese final.
Buscó una piedra
al borde del camino
y se sentó a esperar.
Lo abrazó una oscuridad
profunda y aterradora,
pero no se rindió.
Poco a poco,
su espera no fue defraudada,
porque se colgaron en el cielo,
una a una,
las estrellas titilantes.
Giró su cuerpo,
ya pleno de esperanza,
y al mirar hacia atrás
quedó extasiado
por el derrame de plata
de la Luna que emergía,
para hacerse dueña de la noche.
Tanta belleza lo inmovilizó,
y lo mantuvo allí, absorto,
hasta que los puntos brillantes
se fueron borrando
uno a uno,
y las sombras fueron dando paso