Tengo los ojos cerrados, y mi espíritu se eleva,
junto a cada nota que, con virtuosismo, arranco al instrumento. Mi ejecución es
perfecta, lo sé muy bien. Me lo confirma el respetuoso silencio del público que,
como cada noche, colma las instalaciones del teatro. No los veo, pero intuyo
sus rostros tensos, expectantes, con los ojos iluminados por la emoción, ante
mi magistral interpretación.
Así continúo durante una hora y media,
deleitándolos y deleitándome. Gozo profundamente con mi música, y logro
trasmitir este sentimiento a mis admiradores.
Aun con los ojos cerrados, ataco el momento
culminante de la obra, donde debo poner toda mi energía, para lograr un final
apoteósico, inolvidable.
Cuando la resonancia de la última nota aún flota
en el aire, comienza a elevarse desde las butacas una estremecedora ola de
aplausos. El piso tiembla bajo la algarabía de esta gente que me vitorea de
pie: ¡Viva! ¡Viva el eximio concertista!
Estoy como fusionado a la silla. No puedo ponerme
de pie, las piernas me tiemblan demasiado. Doblo mi cuerpo, hasta casi tocarme
las rodillas con la frente, a modo de reverencia. Se redoblan los aplausos. No
abro mis ojos. Quiero seguir paladeando el éxtasis de este instante de gloria.
Decido esperar a que el telón me oculte, y la sala se vaya quedando vacía.
Cuando todo el aire parece llenarse de silencio,
sé que la magia ha terminado.
Enderezo mi cuerpo, lentamente, y abro los
párpados con desgano. Cada vez me cuesta más descender a la realidad y retornar
a la rutina. Miro el blanco reloj, que cuelga de la pared blanca. Ya es la
hora.
Se abrirá la puerta, y entrará ella. Puntual,
eficiente, segura de sí misma, hablándome con ternura mientras me prepara la
cama. Luego, pacientemente, me hará tomar, uno a uno, los seis medicamentos
correspondientes a la noche.
Y así, en brazos del sueño, acabará otro día de
mi miserable vida en este hospital siquiátrico.
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