La humeante taza
de café, como otras veces, le ha servido de excusa para dejarse llevar por los
recuerdos. Con los ojos entrecerrados, se reclina un poco en el sillón. La
madera de haya cruje levemente. Los mullidos almohadones, forrados de piel natural,
amortiguan su peso. Imágenes de diferentes momentos de su vida comienzan a
desfilar, en una lenta secuencia, como si el inmenso televisor de plasma de
cincuenta pulgadas, que domina la sala, se hubiera puesto de pronto a trasmitir
su biografía.
Se ve más joven,
en las aulas de la Universidad, audaz y pujante, con la mirada llena de sueños
por cumplir. Imposible olvidar el día de su graduación: el ingeniero más joven
de su generación, con las máximas calificaciones. Los éxitos, que comienzan a
sucederse en progresión geométrica, la fama, el reconocimiento… Y ella. Ella,
que llena todos los espacios que quedaban vacíos, y redondea la perfección de
su vida.
La boda. Los
viajes. Los hijos. ¡Ah, los hijos! ¡Cómo transformaron su vida! La alegría
inundaba los rincones de la casa. Y todo coronado por la sonrisa, plena de
felicidad, de la mujer amada.
Un suave tintineo
lo saca de su abstracción. Se incorpora, sin sobresalto. Ya está acostumbrado.
Un transeúnte que, al pasar, ha dejado caer una moneda en el sucio cuenco de
lata.
Se arrebuja un
poco más bajo las hojas de periódico que lo cubren –apenas- del intenso frío.
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