En la pared, colgados,
los días se despliegan
en un manto liso y claro.
Lanzan guiños
rojos y negros,
y forman rondas
de siete en siete,
con una extraña
regularidad.
El tiempo, cuadriculado,
evoca desde el centro
antiguos césares,
de Roma, antigua y sempiterna.
Y en el devenir de las estaciones,
la luna, polifacética,
determina el momento
de la fiesta.
Uno tras otro, los meses,
seductores,
arremolinan los números
en torno
de una exacta docena
de avatares.
El año entero contempla,
con un dejo de sabiduría,
la herrumbre inevitable
del clavo
del que pende
en estática agonía.
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