La pelota está colocada en el punto penal. Siento
que toda la adrenalina del mundo corre por mis venas. El arquero camina
lentamente hacia el arco, llega al centro, y se da vuelta muy despacio, en una
guerra de nervios. Se agazapa y mira fijamente el balón, como si quisiera
detenerlo con la mirada.
En
las tribunas se ha hecho un silencio espeso, palpable. Parece que todos han
dejado de respirar, y que el tiempo también se ha quedado en suspenso. No es
para menos, el momento es decisivo: si el disparo termina en gol, mi equipo
logrará el campeonato. Pero si sale desviado, o el arquero lo ataja, será
nuestro eterno rival el que salga campeón. ¡No quiero ni pensarlo! He implorado
a todos los santos habidos y por haber y, temerariamente, me he colocado la
camiseta número trece. ¡Sí! ¡La trece! Contra la opinión de todos, yo no creo
que la mala suerte pueda provenir de una cifra.
Así
que aquí estoy, preparado para la gran definición. Pero… ¿Qué pasa? ¡No puede
ser! Siento un dolor muy fuerte en el pie derecho. ¡Es un calambre! ¡No, no,
no, ahora no, por favor! ¡El árbitro se lleva el silbato a la boca, ya va a dar
la orden!
El
dolor se torna insoportable, y ya no puedo mantenerme en pie. Todo gira a mi
alrededor, y siento que caigo en cámara lenta. Todo se vuelve borroso: la
pelota, el arco, la gente…
Unos
brazos me sostienen, impiden que me
golpee contra el suelo. El sombrero de colores me cubre los ojos. Alguien me
quita la cerveza de las manos, mientras desde el televisor se escucha el grito
de gol… ¡Somos campeones!
¡Jajaja! Muy bueno, Hugo, inesperado final. Me gustó.
ResponderBorrar¡Saludos!
Gracias, Juan, y bienvenido!
BorrarHacía tiempo que no te leía, hoy vuelvo y me encuentro con esta joyita.
ResponderBorrarEl eterno humor que nos caracteriza.
Un gran abrazo, un placer leerte.