Desde una esquina del tiempo llega el rumor de sus voces. Mucho de lo que susurran a mi oído nunca será conocido. Pero algunas palabras verán la luz del papel, y serán.



viernes, 22 de junio de 2012

La siesta


Don Pablo dormitaba en la mecedora, instalada bajo el amplio alero de la vieja casona. Por la galería corría un poco de aire fresco, que resultaba agradable, para contrarrestar los efectos de la tarde veraniega. La calma, obligada, por la intensidad del sol, se había adueñado del jardín, y sólo podía oírse un vago rumor de hojas y algún insecto, que trajinaba a la sombra de los arbustos.

De pronto, ante los ojos entrecerrados del anciano, aquel paisaje, que parecía estático, adquirió vida y movimiento, en la forma de dos alegres niños que corrían de un lado a otro.

El semblante de don Pablo se transformó: todo su orgullo de abuelo afloró en la mirada que dedicó a los pequeños, que jugaban y reían, indiferentes al calor agobiante.

El espacio verde, que separaba la casa de la calle, fue adquiriendo, en los momentos que siguieron, distintas características, según las dictaba la fecunda imaginación infantil: primero fue océano encrespado, donde se debatía el barco del pirata más legendario; luego se transformó en un callejón polvoriento, donde los dos pistoleros más rápidos del Far West se batieron a duelo.

Hubo unos instantes en que la acción se trasladó al frondoso tilo, devenido en inexpugnable castillo, donde dormía el ogro malvado. Tras un breve reposo, a la sombra del “castillo”, y el disfrute del sabroso botín de higos maduros, de nuevo los aventureros coparon el jardín. Porque las naves espaciales necesitan mucho espacio, para sus viajes interplanetarios...

Después, el partido de fútbol: ¡infaltable! Sólo que, a poco de comenzar, se detuvo abruptamente, y la pelota rodó, olvidada, hacia el alambrado que daba a la calle. Es que, en ese momento, Adelaida volvía de la escuela, con su túnica impecablemente blanca, su cabello al viento, su risa...

Se miraron, sonrojados, y se lanzaron furiosamente tras la pelota que, a los pocos minutos, volvió a ser el centro de su atención.

El sol había declinado un poco, y algunos pájaros llegaron, para colgar su música en las ramas frescas de los frutales. Los primeros trinos despertaron a don Pablo que, antes de abrir los ojos, notó que estaba sonriendo. Miró hacia el jardín, sereno, limpio, intocado...

¡Ah! ¡La vida, que no había querido darle nietos!

Y volvió a quedar dormido.

martes, 19 de junio de 2012

Ultimátum


Los rostros evidenciaban nerviosismo y temor. El ambiente, débilmente iluminado, contribuía a aumentar la sensación de opresión. Todos estaban de pie, formando un medio círculo alrededor del enorme escritorio de roble, tras el cual se encontraba, sentado, el jefe supremo de la organización mafiosa: Don Benito.

El Capo fue observándolos, uno a uno, y ninguno fue capaz de soportarle la mirada, especialmente las dos mujeres, que se miraban las puntas de sus zapatos blancos, y restregaban fuertemente sus manos.

La voz surgió profunda y ronca, con una suave frialdad, que erizaba la piel:


— Quiero que sea eliminada. Y no toleraré ningún error, ¿entendido? Ninguno.

Sus ojos, escrutadores, notaron que uno de los hombres, el más obeso, temblaba visiblemente, como si quisiera decir algo y no se atreviera.

— ¿Qué sucede, Giovanni? ¿Hay algún problema? Tú eres el responsable de que no existan fallos.

El hombre hacía girar su gorra entre las manos, y miraba de reojo a sus compañeros, en busca de apoyo.

— Señor... Usted sabe que después... nuestras posibilidades se verán limitadas...

El gesto del jefe perdió algo de dureza, y habló en un tono comprensivo, paternal:

— Lo sé, lo sé. Pero...el médico ha dicho: Ni una pizca de sal. Por lo tanto, la eliminan totalmente de la cocina, ¿capito?
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martes, 12 de junio de 2012

Versión 2.0


            Cayó al suelo, exhausto. Su espada había quedado clavada en el pecho del horrible monstruo. Finalmente, había vencido. Pero estaba aturdido por los golpes recibidos y la cabeza le daba vueltas.

            Notó un hilo, atado fuertemente a uno de sus dedos. Acostumbraba anudarse un hilo para no olvidar las tareas importantes, pero ahora no podía recordar para qué lo había puesto allí.

            Empezó a caminar, buscando la salida, tratando de orientarse por los múltiples pasillos. Fue y vino por varios de ellos, pero siempre encontraba una pared que le cerraba el paso. Después de varias vueltas, el hilo se había enredado, y tuvo que cortarlo para moverse con comodidad.

            Pasó mucho tiempo intentando encontrar la salida, pero nunca lo logró. Aquello era un verdadero laberinto.

            Afuera, cansada de esperar, Ariadna recogió el hilo, hizo una madeja y se retiró, muy triste, pensando que Teseo había muerto a manos del Minotauro.
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