Don Pablo dormitaba en la mecedora, instalada bajo el amplio
alero de la vieja casona. Por la galería corría un poco de aire fresco, que
resultaba agradable, para contrarrestar los efectos de la tarde veraniega. La
calma, obligada, por la intensidad del sol, se había adueñado del jardín, y
sólo podía oírse un vago rumor de hojas y algún insecto, que trajinaba a la
sombra de los arbustos.
De pronto, ante los ojos entrecerrados del anciano, aquel
paisaje, que parecía estático, adquirió vida y movimiento, en la forma de dos
alegres niños que corrían de un lado a otro.
El semblante de don Pablo se transformó: todo su orgullo de
abuelo afloró en la mirada que dedicó a los pequeños, que jugaban y reían,
indiferentes al calor agobiante.
El espacio verde, que separaba la casa de la calle, fue
adquiriendo, en los momentos que siguieron, distintas características, según
las dictaba la fecunda imaginación infantil: primero fue océano encrespado,
donde se debatía el barco del pirata más legendario; luego se transformó en un
callejón polvoriento, donde los dos pistoleros más rápidos del Far West se
batieron a duelo.
Hubo unos instantes en que la acción se trasladó al frondoso
tilo, devenido en inexpugnable castillo, donde dormía el ogro malvado. Tras un
breve reposo, a la sombra del “castillo”, y el disfrute del sabroso botín de
higos maduros, de nuevo los aventureros coparon el jardín. Porque las naves
espaciales necesitan mucho espacio, para sus viajes interplanetarios...
Después, el partido de fútbol: ¡infaltable! Sólo que, a poco
de comenzar, se detuvo abruptamente, y la pelota rodó, olvidada, hacia el
alambrado que daba a la calle. Es que, en ese momento, Adelaida volvía de la
escuela, con su túnica impecablemente blanca, su cabello al viento, su risa...
Se miraron, sonrojados, y se lanzaron furiosamente tras la
pelota que, a los pocos minutos, volvió a ser el centro de su atención.
El sol había declinado un poco, y algunos pájaros llegaron, para
colgar su música en las ramas frescas de los frutales. Los primeros trinos
despertaron a don Pablo que, antes de abrir los ojos, notó que estaba
sonriendo. Miró hacia el jardín, sereno, limpio, intocado...
¡Ah! ¡La vida, que no había querido darle nietos!
Y volvió a quedar dormido.