Desde una esquina del tiempo llega el rumor de sus voces. Mucho de lo que susurran a mi oído nunca será conocido. Pero algunas palabras verán la luz del papel, y serán.



viernes, 28 de diciembre de 2012

Libertad



Estaba sentado junto al enorme ventanal, que daba al jardín. La tarde era luminosa, y los rayos del sol atravesaban la habitación, haciendo resaltar el blanco a la cal que lucían las gruesas paredes.

A lo lejos, por el camino que llegaba hasta la entrada de la casa, se veía venir a alguien, caminando muy despacio. Cuando estuvo a una distancia que le permitió reconocerlo, el hombre se paró de un salto. Acercó su cara casi hasta tocar el cristal de la ventana, como no dando crédito a lo que veía. Luego, caminó nerviosamente por la habitación, de un lado a otro, tratando de decidir qué hacer. Finalmente, se dirigió a la maciza puerta de roble, la abrió, y salió al pasillo. Allí la luz llegaba a través de una claraboya, cuyos cristales de colores daban un aspecto particular al ambiente. Pero no era la luz diáfana que entraba por los ventanales. Aquí, los cuadros y las esculturas proyectaban unas sombras extrañas, matizadas de distintos tonos.

Caminó hasta el otro extremo, y desembocó en un pequeño hall, donde se encontraba la puerta principal. Un instante antes de llegar, recordó que no traía la llave, por lo que giró sobre sus pasos y regresó a la habitación.

Al abrir la puerta, la oscuridad lo envolvió totalmente. Sólo el resplandor que venía del pasillo le permitió caminar unos pasos sin tropezar, pero duró muy poco, porque la pesada puerta se cerró tras él, y todo se volvió negro.

La sorpresa y la oscuridad lo paralizaron por unos minutos. Sintió las manos húmedas y temblorosas. Estiró los brazos, buscando a tientas una de las paredes. Necesitaba llegar al interruptor de la luz. Sus dedos chocaron con la dureza del muro, y comenzaron a recorrerlo. Notaba claramente las aristas irregulares de los toscos ladrillos. Aquello no era su habitación, de paredes lisas y blancas...

De pronto, una tenue luz rasgó la oscuridad, y escuchó unos pasos. Alguien se acercaba por el pasillo, y la luz se hacía cada vez más clara. Podía verlo, a través del hueco de la puerta, que ahora... ¡aparecía cerrado con una reja!

Se acercó a los hierros oxidados, y se aferró a los barrotes, sacudiéndolos, pero no cedieron un ápice. La cadena y el candado evidenciaban no haber sido abiertos en mucho tiempo.

El desconocido llegó frente a la puerta, y colocó en un soporte la lámpara de aceite que traía en su mano izquierda. Una gruesa capucha le cubría la cabeza y le ocultaba el rostro. En su mano derecha traía un plato de lata, con un trozo de pan y un vaso de agua, que dejó al pie de la reja. Luego se fue, lentamente, por donde había venido.

Del otro lado de los barrotes, un grito de horror pugnaba por salir de una garganta, mientras un cuerpo, cubierto de andrajos, se deslizaba, despacio, hasta caer de rodillas, sobre las cucarachas que se disputaban el rancio trozo de pan.
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miércoles, 12 de diciembre de 2012

Colores


La calle polvorienta se encuentra desierta. El calor agobiante del mediodía ha obligado a reducir los esfuerzos a su mínima expresión. Los niños han desaparecido en el interior de las casas, dejando tras de sí, en la tierra reseca, las marcas de sus juegos, que lentamente comienzan a borrarse, a manos del cálido viento del sur.

A la sombra de uno de los pocos árboles que ornan las veredas, un herrumbrado cartel señala la única parada de ómnibus que posee el pueblo.

Un rumor sordo comienza a hendir el pesado silencio. Desde el fondo de la calle, con un traqueteo lento y desparejo, el vetusto coche se aproxima, transportando una docena de pasajeros. Cuando llega frente al ilegible cartel, la puerta delantera se abre, con un chirrido lastimero. El conductor desciende, cansinamente, portando una gran corona de flores, sustentada en un trípode de madera, que deposita junto a la pared más cercana. Luego, hace lo mismo con un ramo, algo más pequeño.

Antes de retirarse, se persigna torpemente, y adivino que, dentro del ómnibus, todos hacen lo mismo

El destartalado vehículo reanuda su marcha, y la vereda polvorienta vuelve a quedar vacía. Los intensos rayos del sol se reflejan en la blanquísima cinta de seda que atraviesa la corona, luciendo, con letras doradas, el nombre del difunto.

Desde la esquina cercana, donde me he detenido a observar la escena, puedo advertir los casi imperceptibles movimientos de algunas persianas, y los consecuentes cuchicheos detrás de las ventanas. Pero sé que nadie saldrá a la calle. Entonces, aunque no había pensado hacerlo, me dirijo al velorio, para avisar a los familiares que algún amigo de la ciudad ha tenido con ellos un gesto de condolencia.

Y allí, junto a la pared semiderruida donde han quedado apoyadas, las coloridas flores regalan, contradictoriamente, una explosión de vida, que se da de lleno contra el ocre y el gris de este pueblo olvidado de la mano de Dios. 
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lunes, 3 de diciembre de 2012

Lugar


Soy de aquí

y aquí estoy,

porque es donde quiero

estar y ser,

ir y venir,

llorar y reír,

amar y creer.

Porque aquí

estás,

vives,

sientes,

amas,

y dejas que

me asome

a tu amor.
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