Estaba sentado
junto al enorme ventanal, que daba al jardín. La tarde era luminosa, y los
rayos del sol atravesaban la habitación, haciendo resaltar el blanco a la cal
que lucían las gruesas paredes.
A lo lejos, por el
camino que llegaba hasta la entrada de la casa, se veía venir a alguien,
caminando muy despacio. Cuando estuvo a una distancia que le permitió
reconocerlo, el hombre se paró de un salto. Acercó su cara casi hasta tocar el
cristal de la ventana, como no dando crédito a lo que veía. Luego, caminó
nerviosamente por la habitación, de un lado a otro, tratando de decidir qué
hacer. Finalmente, se dirigió a la maciza puerta de roble, la abrió, y salió al
pasillo. Allí la luz llegaba a través de una claraboya, cuyos cristales de
colores daban un aspecto particular al ambiente. Pero no era la luz diáfana que
entraba por los ventanales. Aquí, los cuadros y las esculturas proyectaban unas
sombras extrañas, matizadas de distintos tonos.
Caminó hasta el
otro extremo, y desembocó en un pequeño hall, donde se encontraba la puerta
principal. Un instante antes de llegar, recordó que no traía la llave, por lo
que giró sobre sus pasos y regresó a la habitación.
Al abrir la puerta,
la oscuridad lo envolvió totalmente. Sólo el resplandor que venía del pasillo
le permitió caminar unos pasos sin tropezar, pero duró muy poco, porque la
pesada puerta se cerró tras él, y todo se volvió negro.
La sorpresa y la
oscuridad lo paralizaron por unos minutos. Sintió las manos húmedas y
temblorosas. Estiró los brazos, buscando a tientas una de las paredes.
Necesitaba llegar al interruptor de la luz. Sus dedos chocaron con la dureza
del muro, y comenzaron a recorrerlo. Notaba claramente las aristas irregulares
de los toscos ladrillos. Aquello no era su habitación, de paredes lisas y
blancas...
De pronto, una
tenue luz rasgó la oscuridad, y escuchó unos pasos. Alguien se acercaba por el
pasillo, y la luz se hacía cada vez más clara. Podía verlo, a través del hueco
de la puerta, que ahora... ¡aparecía cerrado con una reja!
Se acercó a los
hierros oxidados, y se aferró a los barrotes, sacudiéndolos, pero no cedieron
un ápice. La cadena y el candado evidenciaban no haber sido abiertos en mucho
tiempo.
El desconocido
llegó frente a la puerta, y colocó en un soporte la lámpara de aceite que traía
en su mano izquierda. Una gruesa capucha le cubría la cabeza y le ocultaba el
rostro. En su mano derecha traía un plato de lata, con un trozo de pan y un
vaso de agua, que dejó al pie de la reja. Luego se fue, lentamente, por donde había
venido.
Del otro lado de
los barrotes, un grito de horror pugnaba por salir de una garganta, mientras un
cuerpo, cubierto de andrajos, se deslizaba, despacio, hasta caer de rodillas,
sobre las cucarachas que se disputaban el rancio trozo de pan.
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