Desde una esquina del tiempo llega el rumor de sus voces. Mucho de lo que susurran a mi oído nunca será conocido. Pero algunas palabras verán la luz del papel, y serán.



miércoles, 24 de octubre de 2012

La partida


            Los dos hombres habían sostenido la partida de ajedrez durante casi dos horas. La mesa que ocupaban estaba en un rincón apartado del café que frecuentaban desde hacía muchos años.

            De los pocillos, sólo habían bebido un sorbo. Después, habían quedado a un lado, casi llenos de café frío y olvidado, haciendo de mudos testigos de aquel desafío. Era la enésima edición de aquella eterna batalla.

            Cada día, a las dos de la tarde, los dos llegaban cansinamente a aquella esquina, en el centro del pueblo. El dueño del local, sin mediar palabra, dejaba sobre la mesa los platillos, con las tazas humeantes. Movía imperceptiblemente la cabeza, y se retiraba a su lugar, tras el mostrador.

            En aquella mesa, siempre estaba dispuesto el tablero para el juego, y en una caja de madera, las piezas, desordenadas.

            Los parroquianos habituales del lugar ya conocían aquella especie de ritual, que se repetía diariamente, desde hacía tanto tiempo, por lo tanto, no les prestaban mayor atención.

            Todo lo que había alrededor, personas y muebles, había ido envejeciendo junto con ambos contendientes.

            Un visitante, que hubiera llegado allí por primera vez, y observado con atención la escena, descubriría algunas peculiaridades. Desde el mismo comienzo, la situación era extraña porque, a ambos grupos de piezas, le faltaba una: un caballo, del lado de las negras, y nada menos que la Reina, del lado de las blancas.

            Pero los dos hombres parecían hacer caso omiso de esa situación, y disponían todo para el juego, turnándose cada día los colores, disputando la partida con aparente normalidad.

            Un jugador avezado repararía en la clara superioridad con que iniciaba el juego quien manejara las piezas negras, pero ellos no se inmutaban. Esto podría parecer lógico, dado que cada día intercambiaban las piezas, y por lo tanto, también la ventaja. Y en esto, se daba la lógica: cada día ganaba la partida el que jugaba con las piezas negras.

            Entonces, el vencedor se ponía de pie. Arreglaba un poco sus ropas, ajadas y desteñidas, y giraba su rostro, triste y avejentado, hacia la pared, tras el mostrador. Por entre las botellas, el espejo oxidado le devolvía una imagen joven y vigorosa, con una sonrisa alegre, llena de esperanza.

            Caminaba hacia la puerta, que se abría en la ochava de la esquina, frente a la plaza, y bajaba a la vereda. Se quedaba parado, con la vista fija en el fondo de la calle principal, hasta que las campanas de la iglesia anunciaban las cinco de la tarde. Dejaba pasar dos o tres minutos y luego, con la pesadez propia de la desilusión, volvía sus pasos hacia la mesa del rincón, donde su compañero lo esperaba, cabizbajo, mientras recogía las piezas, y las colocaba lentamente en la caja.

— Hoy tampoco ha venido. ¡Cantinero! ¡Dos ginebras!

            Y como había sucedido cada día, durante los últimos años, comenzaba el ir y venir de los vasos. Llenos... Vacíos... Llenos... Vacíos...

            Cuando llegaba la medianoche salían, abrazados, sosteniéndose uno al otro y se dirigían, tambaleantes, a sus casas.

            Nadie los esperaba. La soledad se había adueñado de sus vidas desde su juventud, desde que la fatalidad había entrecruzado sus historias, y los había unido para siempre.
                                                           * * *
           
            Ella tenía una belleza sin igual. Su frescura los había cautivado a ambos, y ambos habían dejado volar sus ilusiones tras el eco de su risa. Ella supo lo que pasaba en sus corazones, pero su propio corazón no supo decidirse por uno de ellos. El pequeño poblado no le daba muchas más posibilidades, por lo que tampoco pudo rechazarlos a los dos.

            Tal vez fueron su inocencia y su inmadurez que la llevaron, un día cualquiera, a proponer el desafío: ella saldría hacia las afueras del pueblo y cabalgaría hacia la zona escarpada de la montaña. Ellos saldrían una hora después. El que la encontrara, sería el dueño de su corazón. Tan sencillo y tan drástico como eso.
                                                          
                                                           * * *

            Sobre el mármol húmedo y frío del mostrador, un vaso de vino me separa del rostro taciturno del dueño del café. Tiene unos cuarenta años, y la historia, más de treinta. Los detalles los conoce por boca de su padre, que siempre vivió en el pueblo. Él los ha repetido miles de veces, a los curiosos. Ahora, los relata para mí.

            La aciaga jornada se inició con una mañana gris. El día se mantuvo oscuro, tal vez como presagio de lo que vendría. Las mesas del café se llenaron de un silencio pesado, expectante, que se extendió después por los árboles de la plaza, apagando los trinos, y apretujó los ojos y los labios que velaban, detrás de las persianas.

            A las cinco de la tarde, los dos jóvenes regresaron desorientados, con las manos vacías, sin comprender. Se apearon frente al café, y se quedaron parados allí, con los brazos caídos al costado del cuerpo y la mirada perdida hacia el fondo de la calle.

            Sólo les quedó, grabada indeleblemente en su vida y en sus ojos, la imagen de la mujer que amaban, con su blusa blanca, desafiando al viento, partiendo al galope en su caballo negro.
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martes, 23 de octubre de 2012

Un blog amigo (1)


Amigos, he tenido el honor de que Luisa Hurtado González haya publicado en su blog uno de mis relatos. Y también la alegría de que Amparo Martínez Alonso haya aportado una sabia ilustración, muy adecuada y sugerente.
Invito a todos a trasladarse hasta allí, a conocer el blog de Luisa y dejar sus comentarios.
¡Gracias a todos!
A continuación, les dejo el enlace;
http://microrrelatosalpormayor.blogspot.com/2012/10/bioscuridad.html?showComment=1350957252528#c1308486634893790052

martes, 16 de octubre de 2012

Futuro


   Con manos temblorosas, tomó la pequeña maceta, y la contempló un instante. Sus ojos se humedecieron. El endeble tallo de la planta se erguía desde un poco de tierra arenosa, que parecía apenas sostenerlo. Tres hojas, verdes y aterciopeladas, surgían a los costados y, en el extremo, un blanco botón anunciaba el inminente advenimiento del primer pimpollo.

   Dos lágrimas brillantes corrieron por sus mejillas, y el temblor emocionado de sus manos se fue contagiando al resto de su cuerpo.

   Avanzó hacia la ventana, conteniendo la respiración, llevando el cuenco entre sus manos, como si se tratara de un tesoro muy frágil. La abrió, y colocó la maceta en el alféizar, haciendo una mueca de desagrado, ante la ráfaga de aire ardiente y viciado que penetró en la habitación.

   Afuera, nada había cambiado. Hasta donde alcanzaba la vista, todo era desolación. Edificios y calles destruidas, columnas y cables por el suelo, vehículos abandonados, muchos de ellos incendiados. La permanente bruma que formaban los gases y las partículas, apenas permitía vislumbrar la luz del sol. No se escuchaba ningún sonido. No se distinguía presencia humana, ni siquiera de algún animal o insecto.

   La mujer apartó la mirada de aquel tétrico escenario, y volvió a posarla en la planta, cuya verde silueta se recortaba en la ventana, contrastando escandalosamente con el gris ceniciento del exterior.

   Sus manos, ya sin temblores, fueron a juntarse sobre la curva pronunciada de su vientre, y en sus labios asomó, muy levemente, la promesa de una sonrisa.
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miércoles, 3 de octubre de 2012

Luz


El agua se deslizó por las ventanas, dibujando tortuosos surcos en el polvo que cubría los cristales.

En la última hora de la tarde había comenzado a llover copiosamente, y ahora, ya entrada la noche, el suelo estaba anegado, y los relámpagos continuaban su intermitente irrupción en la oscuridad del cielo.

La violencia y el estruendo de un rayo se hicieron sentir por sobre el cercano bosque de pinos, y el eco de la descarga se fue apagando, lentamente, hasta perderse en los arbustos que rodeaban la ruinosa casa.

Adentro, el hombre permanecía ajeno a aquel despliegue de efectos visuales y sonoros que ofrecía la Naturaleza. La tormenta lo había sorprendido mientras caminaba hacia el pueblo, y se había guarecido en aquel lugar abandonado.

Su mirada se perdía tras la espesa cortina de agua, pero no veía la noche.

La carta que ella le enviara, cuidadosamente doblada junto a su pecho, había transformado su vida en un permanente día de sol.
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