Desde una esquina del tiempo llega el rumor de sus voces. Mucho de lo que susurran a mi oído nunca será conocido. Pero algunas palabras verán la luz del papel, y serán.



miércoles, 29 de febrero de 2012

Recuerdos

            El anciano apoyó todo el peso de su nostalgia en el bastón que manejaba con su mano derecha. Estaba parado en la esquina que lo había visto nacer. Volvía a su pueblo, después de cincuenta años de ausencia.

            Su mirada buscaba y rebuscaba en su memoria, pero las imágenes allí guardadas no se correspondían con lo que tenía adelante.

            La plaza... ¡La querida plaza! Aquellas casas, algunas de dos y tres plantas, que se levantaban frente a él, parecían traslucirse, para dejarle ver el espacio que había sido campo abierto para sus juegos.

            Cuántas tardes memorables (las siestas de los mayores), compartidas bajo los árboles, correteando por los caminos empedrados... La curiosidad y el asombro de aquel día en que se colocó el monumento, en el centro. Los primeros faroles, y la fuente...

            Luego, en su adolescencia, contó con la complicidad de la pérgola y de aquellos bancos semi-iluminados, que acunaban amores precoces. Algunos, pasajeros, y otros, como el suyo con Eloísa, prácticamente eternos.

            El recuerdo de su amada lo estremeció y su mano izquierda subió, temblorosa, desde el bolsillo del saco hasta sus ojos, para recoger un par de lágrimas involuntarias.

            Pero no llegaba a convencerse. Nunca había renegado del progreso, pero...destruir aquella plaza tan bonita, para ocuparla con viviendas y comercios, le parecía demasiado.

            Los recuerdos ataron un angustioso nudo en su pecho y, cabizbajo, se dispuso a esperar a su hija, que había entrado en la panadería, al otro lado de la calle.

            La mujer se acercó, le tomó el brazo con ternura y se dispusieron a caminar hacia la casa. Ella notó que algo no estaba bien.

            — ¿Qué pasa, papá? ¿Estás bien?

            — Sí, hija. Es que...me parece mentira. Todas estas casas, los comercios... ¡Ocupando el lugar de mi querida plaza! ¿En nombre de qué, han hecho tal barbaridad? ¿Recuerdas todo lo que te he contado de mis años mozos? Entonces, sabes que esa plaza era entrañable. Y no sólo para mí. Lo ha sido también para muchos de mi generación.

            — ¡Ay, papá! ¡Claro que recuerdo todo eso! Pero... ¡No te preocupes! Hace mucho que no venías al pueblo, y tu memoria ya no es la de antes. Tu plaza, tan querida, está dos cuadras más abajo. ¡Y está igualita! ¡Vamos a verla!

viernes, 24 de febrero de 2012

Travesura

            Caminó unos pasos y tuvo que sacarse los zapatos, porque se le llenaron de arena. El suelo de la Luna era blando y sus pies se hundían hasta los tobillos, en el polvo, mezclado con la roca triturada. Nada de esto la sorprendió, ya que eran datos harto conocidos, desde los libros de la escuela.

            Observaba con placer las alargadísimas sombras que, hasta el más pequeño montículo proyectaba sobre el suelo, cuando de pronto divisó una sombra distinta, recta y delgada. Caminó hasta donde ésta se originaba y descubrió una barra de hierro, clavada en el piso. Alrededor, había restos de basura, que la hicieron sentir más cómoda: esto no era tan diferente al lugar de donde venía. Observó con más detenimiento la barra metálica y vio que estaba muy oxidada, y de ella pendían restos de hilo y de tela. No tuvo dudas: en su mente apareció la imagen tan difundida de los astronautas, plantando allí la bandera norteamericana. Dedujo que los desperdicios provenían de la desidia humana que, a trescientos mil kilómetros de la Tierra, no perdía la costumbre de comer y tirar los envoltorios en cualquier lado. Pensando en esto, se alejó presurosa, dando por seguro que también habrían hecho sus necesidades por allí.

            Continuó caminando, a la vez que sacaba de su bolso la computadora portátil. Consultó las mediciones que había realizado durante varios meses, desde el Observatorio, en la Tierra. Por lo que veía, sus cálculos habían sido exactos. Se quitó la mochila que cargaba sobre sus hombros y, de su interior, sacó un largo listón de tela ecológica negra, que fue extendiendo cuidadosamente en el piso. Por las dudas, iba colocando unos pedruzcos lunares, cada cierto tramo, no fuera cosa que alguna brisa inesperada arruinara su experimento. La composición molecular de la tela le permitía extenderla casi indefinidamente, por lo cual pudo caminar varios kilómetros en aquella tarea. Volvió a consultar su computadora y se detuvo. Allí terminaba su trabajo.

            Buscó una roca donde sentarse y, exhausta, sacó una lata de cerveza que bebió con deleite. De más está decir que guardó luego la lata vacía en su mochila, para deshacerse de ella al regreso a la Tierra.

* * * * * *

            Una pareja de enamorados, que se besaban a la orilla del río, elevó sus ojos al cielo buscando, embelesada, la brillante faz de la dama blanca. Atónitos y azorados contemplaron, boquiabiertos, el estrafalario bigote que lucía, esa noche, la sempiterna cara de la Luna.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Poema a los visitantes

A todos los que visitan el blog: gracias por pasar por aquí y dedicar unos minutos a leer estas letras. Los animo a dejar sus comentarios (entran cada día más de 30 personas, y casi nadie deja un saludo). No tiene que ser un comentario positivo, no tiene por qué gustarle a todo el mundo lo que escribo, y la crítica constructiva es muy valiosa. Tampoco tienen por qué identificarse (aunque sería lo ideal, pues somos personas), hay una opción para aparecer como "anónimo".
Saludos, y de nuevo, gracias a todos.

Hugo.

martes, 21 de febrero de 2012

La ventana

            La ventana de la casa verde ejerce una extraña fascinación sobre mí. Hace ya tres días que paso por allí, y no puedo evitar sentirme atraído por su fuerza misteriosa. Me detengo largo rato, y la observo. Poco a poco, voy desnudando mi alma y le cuento, a ese intrigante rectángulo, mis fracasos, mi soledad, mis ilusiones, que han quedado muertas, una tras otra, en el camino. Y la ventana, tal vez conmovida por mi sinceridad, también me ha ido revelando sus secretos. Ahora sé por qué me atrae tan irresistiblemente. Ella guarda la entrada a una dimensión especial. Al otro lado, las cosas adquieren un sentido distinto, profundo y concreto. Hay allí una atmósfera propicia para que los sueños se materialicen, y para que las personas convivan en armonía.

            Hoy me he despertado siendo todavía noche cerrada. Un nudo tenso, en la boca de mi estómago, me anuncia que puede suceder algo importante. Y, cuando el sol disipa las tinieblas, llenándolo todo de un rojo incandescente, sólo comparable al de la sangre brotando de una herida, entonces comprendo que éste es el día elegido.

            Camino apurado. Casi corro hacia la casa verde. Y al llegar frente a la ventana, sus hojas entreabiertas confirman todas mis premoniciones: ha llegado el momento. Los latidos de mi corazón ahogan todos los demás sonidos. Pongo todas mis ansias en el impulso, y salto hacia adentro.

            Estoy tratando de recordar cada detalle, e intento revivir cada una de las sensaciones que me embargaron durante esa experiencia indescriptible. Mis argumentos deberán ser muy sólidos, porque el dueño de la casa me acusa de intento de robo, y las sirenas se escuchan cada vez más cerca.

lunes, 20 de febrero de 2012

La solución

El calor era agobiante, pero él estaba acostumbrado.

Lo que no podía soportar, eran los mosquitos. Tan solo con oír el monótono zumbido, entraba en una crisis nerviosa. Para colmo, lo picaban en las manos y en el rostro, provocándole unas dolorosas ronchas.

Buscó, por toda la casa, algo para ahuyentarlos o eliminarlos, pero no encontró nada.

Ya rendido, previendo una segura noche de insomnio, se sentó frente a la computadora y abrió una hoja en blanco.

Escribió: mosquitos. Lentamente, seleccionó la palabra. Luego, presionó la tecla “Supr”.

Esa noche durmió tranquila y profundamente, como hacía mucho tiempo no lo conseguía.

sábado, 18 de febrero de 2012

Practicidad

            El despertador sonó, como todos los días, a las 7 en punto. Metódicamente, se dio una ducha rápida y se afeitó. Desayunó un café con una tostada, mientras miraba distraído las noticias en la televisión. Ya tendría, más tarde, que enfrentarse a los diarios del día y a la vorágine de información que le llegaría por Internet.

            Se puso una camisa blanca. Estaba impecable. Ella era muy prolija con esas cosas, y su ropa estaba siempre limpia y bien planchada. Se ajustó la corbata y se puso el saco azul marino. Si. Era miércoles, y como lo tenía planificado, los días miércoles correspondía ese color. La corbata también guardaba una relación, día miércoles, primera semana, un color; día martes, segunda semana, otro color, y así sucesivamente, para cada día y para cada semana.

            Se miró al espejo, y echó hacia atrás el mechón de cabellos que le caía, rebelde, sobre la frente. Pasó la mano por el saco, a la altura del hombro izquierdo, para quitar una pelusa. Tuvo que repetir el gesto, porque la pequeña manchita blanca no se quitó. Ya con algo de fastidio, volvió a pasar, esta vez con más fuerza, la mano por la tela, pero sin resultado. Su manía por la pulcritud apareció en toda su intensidad. Para colmo, la posición en que tenía el brazo izquierdo le dejaba frente a los ojos el reloj pulsera, y pudo ver que le quedaban pocos minutos para llegar en hora a la oficina.

            Para él, la situación era toda una contrariedad. La mancha, (ahora tenía claro que era una mancha y no una pelusa) estaba en un lugar muy visible. Y él, en su nerviosismo, la percibía cada vez más evidente. Incluso llegó a pensar que pudiera ser un agujero y no una mancha, dado que por debajo brillaba la camisa blanca. Por eso se acercó muchísimo al espejo, hasta despejar esa duda. Pero no. Era, claramente, una pequeña mancha blanca. La mancha, pequeña, pero la preocupación, enorme. Buscó en la gaveta del baño. Su esposa debía tener, por allí, el quitamanchas. Encontró un spray, y roció con él la zona afectada. Esperó unos segundos, y refregó la mancha con un pañuelo húmedo.

            Con los ojos desorbitados, observó como, alrededor de la manchita, la tela se iba decolorando, hasta quedar un círculo blanco del tamaño de su mano.

            No lo podía creer... ¿Se habría equivocado al tomar el spray? Le parecía haber leído que decía “Quitamanchas” en la etiqueta. Tomó el pequeño tubo, y volvió a leer. Azorado, vio que, en un pequeño recuadro, decía: “No utilizar en casimir”. ¡Dios! ¿Por qué no lo vio antes? Definitivamente, había arruinado el saco. Y el reloj, que se le aparecía como un enorme disco frente a los ojos, le decía que también había arruinado su intachable puntualidad. ¿Cómo se justificaría, ahora, frente a su jefe? Nunca había mentido, porque nunca había tenido necesidad de hacerlo, pero ahora, ¿qué diría?

            No había querido despertar a su esposa. Ella se había quedado hasta tarde, en la computadora, trabajando en su próxima novela. Sí. Era una escritora que estaba adquiriendo renombre. Él estaba orgulloso de ella. Pero, ¿Qué pensaría ella de él, si la despertaba por esta ridiculez? No sabía qué hacer. La sensación de impotencia fue tan fuerte, que se sentó en el sofá, y se tomó la cabeza entre las manos, mesándose los cabellos. No le quedaba otra salida. Su esposa siempre tenía la palabra justa. Para todo, encontraba una solución.

            Se decidió, entonces, y con el rostro desencajado se dirigió al dormitorio. La tocó suavemente, en la espalda, para no sobresaltarla, y con voz baja y temblorosa le explicó la situación.

            En los ojos de ella se dibujó, primero, la sorpresa. Luego, la comprensión, y finalmente, con un dejo de suficiencia, de quién se sabe dueño de la solución, le dijo:

            — Querido, tienes cinco trajes iguales a ese. Puedes tomar otro saco, y listo.

domingo, 12 de febrero de 2012

Reencuentro

            La mujer era muy hermosa, y siempre tenía una sonrisa a flor de labios, por más que, quienes la miraban, tuvieran para ella un gesto de compasión. La causa era la silla de ruedas en que se movilizaba.

            Ernesto la conoció mientras prestaba servicio voluntario en una institución de rehabilitación para minusválidos. De ella, emanaba una fuerza y una alegría que lo atraparon inmediatamente.

            Comenzó a acompañarla diariamente, mientras ella realizaba los ejercicios, y poco a poco, fue creciendo la confianza y la amistad entre los dos.

            Terminado ese año, él debió volver a su pueblo y a su trabajo habitual. Era un momento que estaba previsto, pero igual fue muy dolorosa la separación

            La última tarde que pasaron juntos, ella le contó la causa de su invalidez. Vivían en un sitio apartado, junto a su madre, y ésta, una noche de tormenta, se había sentido muy mal. Las líneas telefónicas estaban cortadas, por lo que decidió salir hacia la carretera para buscar ayuda. La lluvia arreciaba y la visibilidad era mínima. Sólo recordaba los faros del automóvil, ya sobre ella, el tremendo golpe y el dolor intenso, que la dejó sin sentido.

            Después, despertar en el hospital. Enterarse, primero, de la muerte de su madre, al no recibir ayuda, y luego, la noticia desgarradora de su propia condición.

            Ernesto la escuchó, y en su corazón se fueron despertando un montón de sensaciones contradictorias.

            Por un lado, la rebelión ante aquel hecho tremendamente injusto. Se comprometió a investigar todo lo que fuera posible para descubrir al culpable.

            Por otro lado, el deseo, desde el fondo de su alma, de no conocer nunca la verdad. Venían a su mente las imágenes de aquel viaje en automóvil, en que lo sorprendió la noche y la tormenta, la poca visibilidad, la silueta borrosa en la ruta, el golpe, y la huída, sin mirar atrás...

miércoles, 8 de febrero de 2012

Recodo

La gran piedra observa,
desde la otra orilla,
cómo la corriente
se lleva los días.

Es ella la causa
de que haya desviado
sus pasos el río,
formando un recodo.

La arena, que viene
en el vientre del agua,
tenaz y paciente,
engendró la duna.

El cielo se acerca,
tímido, hasta el agua.
Pero la espesura
del bosque le impide

tocarla, y entonces,
con una infinita
ternura le deja
su faz reflejada.

Por sobre los árboles,
redonda y curiosa,
asoma la luna.
Y un collar de estrellas

anuda su brillo
al cuello de la noche,
realzando el vestido
de alargadas sombras.

Cuando todo calla,
y sólo se escucha
el rumor del agua,
besando las piedras,

tomo entre mis manos
un canto rodado
y lo acuno en lágrimas,
porque tú no llegas.

domingo, 5 de febrero de 2012

Despertar

            Como siempre, el primer haz de luz del amanecer se colaba por un pequeño orificio que tenía la ventana, y se reflejaba sobre la pared opuesta. Esa pequeña moneda brillante era la señal más esperada, era la señal de la vida.

            Le gustaba saborear esos instantes, al despertar, especialmente cuando había pasado la noche sin pesadillas. Sentía que había sobrevivido a la noche.

            Desde que era un niño, había tenido miedo a la oscuridad, y cuando fue creciendo, se agregó el miedo a no despertar. Un tío suyo, que vivía con ellos en la casa grande, había amanecido sin vida.

            — Pasó de un sueño a otro, -dijo, resignada, su madre.

            Pero, en su cabecita de nueve años, quedó una espina clavada para siempre.
           
            Por eso, al ver el sol, se sentía renacer, y disfrutaba contemplando cada rayo, desde que se divisaba el primero. Se quedaba inmóvil, agradeciendo el nuevo día de vida, y tratando de no hacer ruido, para no despertar a los demás. Ninguno se levantaba tan temprano, y no quería resultar una molestia.

            Pasó un tiempo que le pareció extenso. Sentía los brazos entumecidos, pero la pequeña mancha de luz no se había movido de su lugar. Tampoco escuchaba los movimientos habituales de sus compañeros, al irse levantando. Quizá se había sumido tanto en la contemplación, que en realidad, no había pasado tanto tiempo, - pensó.

            Escuchó un murmullo de voces, que sonaban lejanas. Luego, una voz grave, pronunció unas palabras que le causaron un escalofrío. Eran las mismas que había escuchado en aquel triste momento que lo había marcado para siempre: el día que murió su tío. Aquello, claramente, era un responso.

            Aturdido, tuvo la sensación de estar descendiendo, y tras un golpe seco, todo se oscureció. Desapareció hasta la pequeña esfera brillante que tanto lo animaba.

            Los últimos sonidos que escuchó fueron los de la tierra, al ir cayendo, palada tras palada, sobre su ataúd.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Soplo

El viento de Octubre, impetuoso,
me despeina.
Arremolina
las ideas y los sueños,
y desestabiliza
la verde quietud de la arboleda.
Los aromas
de los frutos y las flores,
incorpóreos polizones
en los pliegues de la brisa,
van llenando de frescura
las aceras y los nidos.
Pero no.
Está mustia la frescura. Ese calor,
que se apodera
de las cosas y los seres,
trae consigo una audaz revelación.
La Primavera,
luminosa y colorida,
sólo anida hoy en mis versos.
Y del recuerdo he rescatado
sensaciones
que me han llevado, en cuerpo y alma,
hacia otros aires.
La realidad se muestra tórrida,
asfixiante.
El sol, a plomo cae,
ígneo y aplastante.
La osada mano,
que disputa mis cabellos
a la tozuda protección
de mi sombrero,
no es el viento de Octubre.
No. No puede serlo.
Desde su lánguida postura,
me lo confiesa, sin pudor,
el almanaque:
estamos en Enero.