Repasó una
y otra vez las órdenes que figuraban en el papel. Y cada vez que llegaba al
final de la hoja, su enojo era mayor. ¿Qué se habían pensado? ¿En nombre de qué
trasnochada autoridad dictaban ese tipo de órdenes? La creciente rebeldía le
hacía temblar las manos y caminaba de un lado a otro de la pequeña habitación,
como una fiera enjaulada.
Se dirigió
hasta el mueble — el único que había, aparte de la cama — sucio y desvencijado.
De un estante, tomó una botella, de la cual bebió directamente, a grandes
tragos, pasándose luego el antebrazo por la boca, para restañar los restos de
bebida que caían por sus comisuras.
Pensó en
ellos. En aquel mismo momento, estarían frente a todos los medios de prensa,
explicando — a su manera— la situación. Ante tanta falsedad e hipocresía, se le
revolvió el estómago. Volvió a tomar la botella y la apuró hasta la última
gota.
Puso un
momento su mano contra el pecho, sobre el bolsillo de la camisa, donde siempre
llevaba una fotografía de su familia. Era una forma de no desprenderse
totalmente de la realidad. Era un hilo delgado, que lo tironeaba desde el fondo
de aquel horror, y lo elevaba, apenas, sobre la frontera de la locura.
Miró sin
ver, por última vez, aquel maldito papel. Luego lo arrojó al piso, tras acercarle
un fósforo encendido. Esperó hasta que las cenizas se esparcieron por la pieza,
empujadas por el viento frío que entraba por debajo de la puerta.
Se dirigió
nuevamente al mueble y tomó la pistola. Como un autómata, la revisó y la cargó.
La colocó en la funda que llevaba a la cintura y salió afuera.
Enfrente, a
pocos metros, en un hediondo cobertizo que hacía las veces de calabozo, el
hombre lo vio venir y comprendió. Lo miró con lástima, sin miedo, con la
firmeza de quien sabe que ha cumplido hasta el final.
El único
árbol que había en aquel páramo se estremeció con las dos primeras
detonaciones. Una paloma blanca, que anidaba entre sus ramas, voló, asustada, y
se perdió hacia el horizonte.
La última
detonación quebró nuevamente el silencio y su eco se disolvió en el aire.
La calma lo
cubrió todo, como un sudario que ahogó el gemido de la tierra que, en dos
lugares, se fue cubriendo lentamente de rojo.
¡Guauuu! Hugo, es muy fuerte esto que has escrito, como siempre te superaste.
ResponderBorrarUn abrazo.
Gracias, Moli. Tú sabes que en nuestros países abundaron tragedias como esta. Aunque algunos todavía no saben de remordimientos.
ResponderBorrarEn vuestros paises, y en todos los paises, diría yo. Tristeza, tristeza es la palabra que me viene a la cabeza, al igual que el pedazo de plomo de tu relato. Y en esta ocasión me pilló por sorpresa no encontrar un final inesperado. No era un farol, era tal cual. ¡Grande, Hugo!
ResponderBorrarQuien mal anda...
ResponderBorrarCuando se transitan caminos de odio, no queda más alternativa que la muerte.
La conciencia es el verdugo.
Muy bien logrado relato.
Saludos, Hugo.
Amigo Hugo,
ResponderBorrarEste relato me heló la sangre. ¿Que puede ser más servil que obedecer una orden para poner fin a la vida de alguien?. Lo triste es que hay gente así, aunque la mente maquiavélica es de quien dió la orden.
Felicitaciones! un cuento muy bien logrado!
Un abrazo,
Rafael Baralt
Cuánta miseria humana, cuánta hipocresia, cuánta cobardia... cuánto nos cuesta defender la honestidad que hay dentro de nosotros frente a la maldad que también nos habita.
ResponderBorrarGracias Hugo por compartir y saludos a las Musas.