La serpiente se arrastraba, sigilosamente. El único sonido
audible era el roce de su escamoso vientre, contra el pasto. Unos veinte metros
más adelante, un hombre y una mujer discutían acaloradamente.
De pronto,
se escuchó una potente voz, aunque el reptil no pudo ver a nadie. La nueva
presencia hizo callar a la pareja, y ellos bajaron sus cabezas, avergonzados.
El hombre apuntó con su dedo índice a la mujer, y ésta se irguió, desafiante,
mientras pronunciaba unas palabras que, hasta hoy, resultan incomprensibles
para el rastrero animal.
Dijo,
señalando hacia el bosque:
— La
serpiente me sedujo, y comí.
Pobre australopithecus hembra...
ResponderBorrarOye, Hugo, esta historia da para toda una novela, ¿no crees?
Muy bueno, amigo.
Un abrazo.
Coincido con Fernando, hay mucha tela para cortar con este tema, más teniendo en cuenta que aún siguen diciendo lo mismo.
ResponderBorrarUn abrazo.
Hugo:
ResponderBorraral final el ofidio no tuvo la culpa...
Muy bueno, la primera mentira nos condenó.
Un abrazo (pero no de boa).