Los dos hombres habían sostenido la partida de
ajedrez durante casi dos horas. La mesa que ocupaban estaba en un rincón
apartado del café que frecuentaban desde hacía muchos años.
De
los pocillos, sólo habían bebido un sorbo. Después, habían quedado a un lado,
casi llenos de café frío y olvidado, haciendo de mudos testigos de aquel
desafío. Era la enésima edición de aquella eterna batalla.
Cada
día, a las dos de la tarde, los dos llegaban cansinamente a aquella esquina, en
el centro del pueblo. El dueño del local, sin mediar palabra, dejaba sobre la
mesa los platillos, con las tazas humeantes. Movía imperceptiblemente la
cabeza, y se retiraba a su lugar, tras el mostrador.
En
aquella mesa, siempre estaba dispuesto el tablero para el juego, y en una caja
de madera, las piezas, desordenadas.
Los
parroquianos habituales del lugar ya conocían aquella especie de ritual, que se
repetía diariamente, desde hacía tanto tiempo, por lo tanto, no les prestaban
mayor atención.
Todo
lo que había alrededor, personas y muebles, había ido envejeciendo junto con
ambos contendientes.
Un
visitante, que hubiera llegado allí por primera vez, y observado con atención
la escena, descubriría algunas peculiaridades. Desde el mismo comienzo, la
situación era extraña porque, a ambos grupos de piezas, le faltaba una: un
caballo, del lado de las negras, y nada menos que la Reina , del lado de las
blancas.
Pero
los dos hombres parecían hacer caso omiso de esa situación, y disponían todo
para el juego, turnándose cada día los colores, disputando la partida con
aparente normalidad.
Un
jugador avezado repararía en la clara superioridad con que iniciaba el juego
quien manejara las piezas negras, pero ellos no se inmutaban. Esto podría
parecer lógico, dado que cada día intercambiaban las piezas, y por lo tanto,
también la ventaja. Y en esto, se daba la lógica: cada día ganaba la partida el
que jugaba con las piezas negras.
Entonces,
el vencedor se ponía de pie. Arreglaba un poco sus ropas, ajadas y desteñidas,
y giraba su rostro, triste y avejentado, hacia la pared, tras el mostrador. Por
entre las botellas, el espejo oxidado le devolvía una imagen joven y vigorosa,
con una sonrisa alegre, llena de esperanza.
Caminaba
hacia la puerta, que se abría en la ochava de la esquina, frente a la plaza, y
bajaba a la vereda. Se quedaba parado, con la vista fija en el fondo de la
calle principal, hasta que las campanas de la iglesia anunciaban las cinco de
la tarde. Dejaba pasar dos o tres minutos y luego, con la pesadez propia de la
desilusión, volvía sus pasos hacia la mesa del rincón, donde su compañero lo
esperaba, cabizbajo, mientras recogía las piezas, y las colocaba lentamente en
la caja.
— Hoy tampoco ha venido. ¡Cantinero! ¡Dos
ginebras!
Y
como había sucedido cada día, durante los últimos años, comenzaba el ir y venir
de los vasos. Llenos... Vacíos... Llenos... Vacíos...
Cuando
llegaba la medianoche salían, abrazados, sosteniéndose uno al otro y se
dirigían, tambaleantes, a sus casas.
Nadie
los esperaba. La soledad se había adueñado de sus vidas desde su juventud,
desde que la fatalidad había entrecruzado sus historias, y los había unido para
siempre.
*
* *
Ella
tenía una belleza sin igual. Su frescura los había cautivado a ambos, y ambos
habían dejado volar sus ilusiones tras el eco de su risa. Ella supo lo que
pasaba en sus corazones, pero su propio corazón no supo decidirse por uno de
ellos. El pequeño poblado no le daba muchas más posibilidades, por lo que
tampoco pudo rechazarlos a los dos.
Tal
vez fueron su inocencia y su inmadurez que la llevaron, un día cualquiera, a
proponer el desafío: ella saldría hacia las afueras del pueblo y cabalgaría
hacia la zona escarpada de la montaña. Ellos saldrían una hora después. El que
la encontrara, sería el dueño de su corazón. Tan sencillo y tan drástico como
eso.
*
* *
Sobre
el mármol húmedo y frío del mostrador, un vaso de vino me separa del rostro
taciturno del dueño del café. Tiene unos cuarenta años, y la historia, más de
treinta. Los detalles los conoce por boca de su padre, que siempre vivió en el
pueblo. Él los ha repetido miles de veces, a los curiosos. Ahora, los relata
para mí.
La
aciaga jornada se inició con una mañana gris. El día se mantuvo oscuro, tal vez
como presagio de lo que vendría. Las mesas del café se llenaron de un silencio
pesado, expectante, que se extendió después por los árboles de la plaza,
apagando los trinos, y apretujó los ojos y los labios que velaban, detrás de
las persianas.
A
las cinco de la tarde, los dos jóvenes regresaron desorientados, con las manos
vacías, sin comprender. Se apearon frente al café, y se quedaron parados allí,
con los brazos caídos al costado del cuerpo y la mirada perdida hacia el fondo
de la calle.
Sólo
les quedó, grabada indeleblemente en su vida y en sus ojos, la imagen de la
mujer que amaban, con su blusa blanca, desafiando al viento, partiendo al
galope en su caballo negro.
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Hugo:
ResponderBorrarMuy buena historia acerca de cómo matizaban la espera, sin sacarse ventaja, estas dos Penélopes masculinas.
suele suceder que un desdichado quede por siempre a la espera del retorno de un amor perdido; pero que sean dos rivales, erdedores ambos, los que se hallen en esaa situación es novedoso.
Bien relatada, de principio a fin.
Un gran abrazo.
Una historia que te engancha desde principio a fin Hugo.
ResponderBorrarUn abrazo,
Eva.
HUgo, te superaste a ti mismo.
ResponderBorrarMe quede enganchado a tu historia, este relato no te deja suponer el final, más allá de las especulaciones. Aun siendo extenso, nos mantiene atentos a la trama.
Excelente.
Un abrazo.
Como suele decirse, es mejor sufrir por haber amado que no haber conocido nunca el amor.
ResponderBorrarLindo, Hugo. Se me hizo corto.
Un abrazo.
Me ha encantado, Hugo. Es una historia muy bien montada y que atrapa al lector.
ResponderBorrarEnhorabuena porque has hecho un relato espectacular con un trasfondo que habla de amor, de rivalidades, de partidas no concluidas y de destinos cuasi malditos.
Un abrazo de Mos desde la orilla de las palabras.
Buena historia con un gran enganche de la que la empiezas a leer.
ResponderBorrarsaludos
Carlos
¿Ya te comenté que eres un cielo? Ahh!!! ¿no? Pues te lo digo, sólo desde el cielo se pueden escribir tan bellos relatos.
ResponderBorrarGracias amigo y mil besos!!!
Gracias Arturo, María Eva, Moli, Ana, Fernando, Mos, Marta, Carlos (que sí se nombra), América...Son todos muy gentiles, pródigos en halagos que no merezco, me basta con saber que han leído lo poco o mucho que sale de mi inspiración. Un abrazo apretado para todos.
ResponderBorrarMuy bueno, Hugo. El café no se lo tomaban, pero tu relato se degusta sorbo a sorbo. Buen relato para dos voces.
ResponderBorrarMuy buena historia. Demasiado tiempo esperando ese amor que nunca llegara.. pero alla cada cual.
ResponderBorrarVengo desde casa de Mos, he leido tus participaciones y me gustaron mucho, me gusta la gente con humor. A si que si no te importa vendre de vez en cuando. Un bessito
Gracias, Javier. Habrá que escucharlo entonces, a dos voces.
ResponderBorrarGracias, MEN, y bienvenida, claro que puedes venir cuando quieras, especialmente viniendo de casa de Mos. Me alegro que te gusten mis letras.
ResponderBorrarQuerido Hugo, en estos momentos que tan solo puedo bucear entre tus musas de tarde en tarde, me emocionan especialmente tus historias.
ResponderBorrarGracias por estos regalos tan valiosos.
Un abrazo,
Cristina
Bueno, Marta, muchas gracias. Realmente, me entero por ti, no esperaba los resultados hasta la tarde. Ya me voy hacia la orilla...
ResponderBorrarFelicidades, Hugo. Me alegra mucho que hayas sido el ganador. ¡Qué bien merecido!
ResponderBorrarEres un narrador genial, he leído otros cuentos tuyos, como éste, que vaya...
Un abrazo
Gracias, Volarela. Felicitaciones también a ti por tu primer lugar en poesía. Prometo pasar a visitar tus letras, ahora estoy desde el móvil, y no es fácil leer y escribir. Un saludo.
ResponderBorrarEste comprobado que el amor no tiene caducidad. Ellos seguirán esperando hasta que el tiempo se lo permita, porque la esperanza jamás la perderán.
ResponderBorrarBesos.