Has subido al autobús, con el corazón palpitante y las
palmas de tus manos húmedas, por los nervios. Tu bolso va liviano. Llevas poco,
a más de la prisa y la decisión.
Los edificios de la gran ciudad, que tanto te asfixian,
ahora pasan veloces, hacia atrás, y se van quedando allá, en el lugar donde
juntaste coraje para iniciar el camino.
También se quedan allí, atrás, la sorpresa de tu novio
mañana, cuando lea tu carta, escrita en el último minuto, y la melancolía de
Marzio, tu gato fiel, que ha entibiado tus manos durante las eternas madrugadas
insomnes.
Y quedan, también, tus pequeñas amadas posesiones: la
colección de muñecas de tela, que te acompaña desde la adolescencia y la media
docena de bonsái, que has tenido la paciencia de cultivar, en ese claustro de
treinta metros cuadrados, que se asoma a un décimo piso, y desde el cual puedes
contemplar la deprimente faz de otro edificio, más alto y más gris.
Ahora, miras hacia delante. Ves el paisaje, monótono e
interminable, y las líneas, blancas y amarillas de la ruta, que se pierden
abúlicamente bajo la marcha cansina del vehículo. Será un viaje largo, pero
sabes que será un viaje de vuelta: el de ida, lo has hecho tú, viviendo,
malviviendo, desde el día en que naciste.
Porque hacia allí te diriges: hacia ese día en que la luz te
dolió en los ojos por primera vez. Ese día en que pudiste ver los rostros de
quienes, después, serían la razón de tus tormentos.
Las sesiones de hipnosis, a las que concurriste con tanto
miedo e ilusión, te permitieron sentir, claramente, el rechazo que generaste en
aquellos que debían amarte. Las penurias que siguieron, día tras día, las
recuerdas con sólo cerrar los ojos, aunque desearías no hacerlo. Cada imagen
que viene de tu pasado, es un fino puñal que abre una nueva herida, destinada a
no cerrarse.
No fuiste niña. Nunca te lo permitieron. Debías pagar la
culpa de haber nacido y la pagaste con encierro, oscuridad y golpes. Nada de
juegos, ni escuela, ni cariño. Sólo odio, sordo e intenso: irracional. Pero un
odio que no se atrevió a matarte en el vientre, y que nunca dio el golpe
definitivo contra las descascaradas paredes de la miserable casa.
Había, sembrada en ti, una luz inextinguible. Una extraña
fortaleza te mantuvo aferrada a los atisbos de vida que te llegaban a través
del ventanuco de la pieza. En las casuchas vecinas había niños, perros,
risas... Historias que podían catalogarse como normales, aunque hundidas,
también, en la miseria.
El autobús se detiene, en medio de la nada, para levantar un
pasajero. Eso te distrae y te evades de la tristeza de los recuerdos. Buscas un
pañuelo, y recoges con cuidado esas lágrimas, que sientes como perlas.
Observas el entorno. Todo lo que ves es desconocido para ti.
Sólo pasaste una vez por ese camino, hace muchos años, y venís huyendo. No
tienes imágenes de aquel trayecto, porque en tu mente sólo habían dos cosas: el
dolor que dejabas atrás, y la pequeñísima luz de esperanza que adivinabas
delante. Tenías diez años, pero habías vivido un siglo.
La familia que te encontró, desmayada a un costado del
camino, te salvó la vida. Pero luego, tuvo que darte una vida nueva. Aterrada,
desnutrida, analfabeta...tenías miedo hasta de las caricias, porque no las
conocías.
Ellos fueron tus ángeles, y decidieron ser tus padres,
aunque ya eran ancianos. Doce años junto a ellos redescubrieron en ti al ser
humano, aunque las huellas del horror no se han borrado todas, prueba de ello
es este viaje.
Los ancianos se amaban entrañablemente, así que cuando uno
de ellos murió, el otro no tardó en seguirlo. Pero ya habían hecho su obra, y
esas partidas no fueron traumáticas para ti.
Te has hecho más fuerte. Has recibido una excelente
educación y has conocido muchas personas. Eres una mujer independiente, vives
con austeridad y valoras cada logro, porque sabes lo que es ser nadie. Porque
has sobrevivido a un infierno.
En el horizonte, algunos tonos violáceos anuncian el
atardecer. Sabes que el autobús llegará a destino apenas entrada la noche. Te
pones algo tensa, esto es el presente, y estás llegando al lugar del comienzo.
De nuevo surgen, desordenadas, las imágenes lacerantes. El
útero que te trajo al mundo, tampoco sucumbió a los embates del odio. Por otras
dos veces volcó su contenido en aquel ambiente de promiscuidad e ignorancia. Y
dos pares de ojos brillantes iluminaron tus días, ayudándote a no desfallecer.
Sabes que fuiste, para ellos, la única calidez en medio de aquel frío de
muerte.
Hoy de madrugada, muy temprano, te han llamado. Ellos, que
sobrevivieron dentro del infierno, te buscaron. Y ahora, cuando te bajas del
autobús, intentas reconstruir sus rostros, pero sólo aparecen sombras.
Los que sí aparecen, nítidos, son los ojos furiosos de tu
“padre”, antes de cada golpiza. Él, -te han dicho- murió hace siete años, en
medio de una orgía de alcohol y de cuchillos. No te inmutaste al escucharlo.
Sabías que así terminaría.
Caminas, ya por lugares conocidos. Quince años no han
borrado la miseria de aquel barrio, tal vez la han agudizado. Aunque es de
noche, y las luces son muy pocas, todavía puedes orientarte por aquellas
callejuelas. Tus zapatos –ahora llevas zapatos- se hunden en el barro y te
cuesta avanzar, como si una extraña fuerza tratara de impedir que, finalmente,
llegues a tu destino.
Ahora sí. Es allí. Hay un poco más de luz. Un farol y
algunas velas alumbran, fantasmagóricamente, las mismas paredes destartaladas
donde sufriste tus encierros. La cortina que hace las veces de puerta está
recogida sobre las chapas del techo y, nada más entrar, te das de lleno contra
el fin de tus búsquedas.
Unas pocas siluetas, de pelo enmarañado, rodean una caja,
hecha de tablas mal clavadas. Y tú quisieras echarte dentro, para volver a
entrar en ese vientre inanimado, y perderte por ese útero que ya no palpita,
hacia el oscuro mundo del que nunca debiste haber salido.