Sobre su escritorio había un
montón de papeles que esperaban su firma y el golpe de gracia otorgado por el
Sello Real.
Dedicaba, cada día, dos o tres
horas a esta tarea. No se tomaba la molestia de leer el contenido de los
papeles, que ya venían preparados por su séquito de ocho secretarios. Tampoco hubiera sido posible,
dado el gran volumen de documentos que le llegaban.
En realidad, hubiera deseado
pasar esas horas jugando al golf, o disfrutando en alguna de sus mansiones,
distribuidas estratégicamente por todo el país. Pero el cumplimiento de ciertos
protocolos –aunque mínimos-, le aseguraba mantener su poder político y social,
además de las jugosas expensas con que podía sostener su status y el brillo de
toda la parafernalia con que se rodeaba. Su familia era grande y se extendía
cada vez más, al irse casando sus hijas e hijos. Tenía, además, el nexo
indispensable con otras familias reales, no fuera cosa que se debilitara el
azul de la sangre.
Firmaba y sellaba, casi sin
mirar, pero uno de aquellos papeles le llamó la atención, por su colorido. Su
rostro se iluminó con una sonrisa. A su memoria vinieron lo espléndidos días
pasados en aquel país exótico: las majestuosas fiestas, las playas
paradisíacas, las excursiones de cacería... ¡Qué más da, que algunas especies
estuvieran en extinción! En su opinión, algunas pieles son imposibles de imitar
sintéticamente, y no le parecía justo que la reina luciera en su ropa algún
burdo invento de laboratorio.
Rubricó aquel documento con
satisfacción: las arcas del Estado quedaban así autorizadas a pagar los
cuantiosos gastos en que había incurrido durante su paseo. ¡Ah! ¡Los súbditos!
¡Deberían sentirse orgullosos! Gracias a sus aportes, la monarquía aparecía
fortalecida ante el mundo y, gracias a ellos, en la próxima boda la reina
luciría una estola única, natural, de una suavidad excepcional.
Pensó que ya tenía bastante por
ese día. Ya continuaría después con su rutina. Ese último documento le había
despertado sensaciones alegres, y decidió regalarse una buena ración de whisky
escocés. Se dejó caer en uno de los enormes sillones de cuero repujado, se
quitó los zapatos y encendió el televisor. Fue pasando rápidamente los canales,
mientras hacía una mueca de disgusto: todos estaban difundiendo imágenes de las
marchas de protesta, organizadas por todo el país. La crisis económica golpeaba
fuerte a la población; el desempleo era altísimo y la gente perdía sus casas,
sus bienes y sus esperanzas. ¡Qué fastidio! Tomó el control remoto y, tras
apagar el aparato, lo lanzó lejos, al otro lado de la sala.
* * *
El golpe que dio contra la pared
coincidió con el de una rama contra mi ventana, y me desperté. Era una noche de
tormenta y viento. Me senté en la cama y encendí la luz. No hubiera necesitado
despertarme para saber que todo había sido un sueño, ¡claro que no! ¡Estamos en
el Siglo XXI! ¿Quién podría siquiera imaginar que a estas alturas subsistiera
alguna monarquía? ¡Sólo en la locura de los sueños!
Apagué la luz y me dispuse a
seguir durmiendo, con la tranquilidad de un bebé. Tal vez ahora pudiera soñar
con algo más realista... Bueno, algo más...real, de realidad, ¿me entienden?
Nosotros vivimos soñando Hugo, y en cuanto a las monarquías todavía existen.
ResponderBorrarNosotros también somos reyes en lo nuestro, que va!
Un abrazo.
(Risas) Estupendo, estupendo cuento, amigo. Y gracias, por cierto.
ResponderBorrarAlguien me enseño un vez a pensar responsablemente y a entender que las personas, por regla general, tenemos lo que nos merecemos, y es verdad. El pueblo tiene los dirigentes que merece. Demasiados mosquitos amórfoles y demasiado palurdismo -algún día escribiré ese cuento-. Y con tal aturdimiento, ese pueblo se queja muy poco, se conforma con sus dos miseros "reales" y su "Real" Madrid. Para lo demás hay que leer.
Grande, Hugo!
Un abrazo.
Realmente, me gustó.
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