— No importa lo que haya hecho, ni lo que digan de él. Es mi
nieto, y punto – dijo Etelvina, y salió de la pieza, apartando de un manotazo
el raído trozo de tela que hacía las veces de puerta.
Afuera,
caía una fría y pertinaz llovizna. Todo se iba transformando, lentamente, en
barro. Parecía que hasta los pensamientos se mezclaban, en una pasta pegajosa,
con la tierra greda empapada.
Pero a
Etelvina nada de eso le importó. Con un pesado bolso en cada mano, se lanzó al
camino que conducía al pueblo, si es que se podía llamar camino a aquel
tortuoso sendero, donde competían las piedras, los yuyos, y las profundas
huellas de los carros, que ahora aparecían llenas de un agua espesa y
amarronada.
El obeso
cuerpo de la mujer se bamboleaba, equilibrando su andar con el peso de los
bolsos. Aunque eran las dos de la tarde, la plomiza cortina de agua se había
robado la luz. La silueta borrosa de Etelvina parecía un enorme pato, que
avanzaba trabajosamente por el lodazal. No llevaba nada para protegerse de la
lluvia, por lo que el agua se iba adueñando de sus cabellos y de su ropa,
aunque no de los bolsos, que estaban bien envueltos en sendas bolsas de
plástico.
Llevaba
unas viejas botas de cuero, agujereadas, que no hacían más que entorpecer su
caminar, dado que, a cada paso, el barro se les adhería y se llenaban de agua,
resultando cada vez más pesadas.
Tras un
rato, que pareció eterno, sus pasos comenzaron a sonar más firmes, en las
primeras calles asfaltadas del pueblo. Se detuvo un momento, para alivianar sus
botas del molesto barro, y quitarse los cabellos de la cara. Aterida, ya no
sentía el frío. Sólo quería llegar a su destino.
El badajo
golpeó tres veces la campana de la iglesia. No se había extinguido aún el
sonido del bronce cuando, entre el húmedo gris de la tormenta que arreciaba,
apareció la mole, aún más oscura, del edificio de la cárcel.
Es interesante el hecho de que hay muchas de esas abuelas.Conozco una que se ajusta tanto a tu descripcio'n que me estremecio',hasta las palabras salieron de su boca. Salvo por el barro en este caso es una triste realidad.
ResponderBorrarHugo:
ResponderBorrarSi no lo hace una madre, siempre lo hará una abuela, que perdona todo.
Excelente cuento, muy bien logrado.
Me pesaban las piernas, a mí que -por otras razones- debí chapotear barro más de una vez, en medio del campo.
Un abrazo.
Gracias, Alba Luz y Arturo, por la lectura y por compartir los sentimientos que se despertaron en ustedes.
ResponderBorrarTodavía mantengo en mi cabeza esa abuela que has descrito, luchando contra los elementos. Y por más que le hubieses complicado el camino, ella siempre habría acudido a ver a su nieto. Maravilloso relato, Hugo, gracias por traerlo.
ResponderBorrarAunque siempre me quedará una duda: ¿qué carajo llevaba en los bolsos...?
Felicidades, Hugo.
Un abrazo.
Es una lección de amor sin duda.
ResponderBorrarAsí como recuerdas, también yo viví la odisea del barro, sólo los que conocimos el campo sabemos lo que significa, ademas de los barrios marginales.
Te dejo un abrazo.
Gracias también, Fernando y Luis Alberto, por estar siempre. Aquí las visitas llevan, generalmente, alimentos y ropa en los bolsos... Y Moli, vi a la mujer bajo la lluvia, luchando contra el barro, así que no necesité mucha imaginación. La realidad, muchas veces, supera la ficción.
ResponderBorrarVí a la mujer. Sentí su dolor y su firmeza. Luché como ella en el barro. ....Y llegué.
ResponderBorrarHugo, el empeño del amor de una abuela incluso hace que parezca bonito el camino. La mía, así me lo hizo ver!!!
ResponderBorrarPor más desgraciada que sea la vida, no me bajaré del burro: no olvidemos hablar también de las cosas bellas, que como tu historia, suceden cada día en los lugares más oscuros de la tierra.
Un fuerte abrazo y gracias por compartir!!!