Ha sido una tarde de mucho calor. Al anochecer, se levanta
una brisa fresca, pero en el interior de las oficinas, el aire continúa pesado,
húmedo, tibio.
Me siento frente al escritorio y tomo mis hojas en blanco. Quisiera tener la facilidad de muchos
escritores, que cuando deciden escribir algo, lo hacen y listo. Nada de luchas
infructuosas con la inspiración, ni llamadas estériles a las Musas.
Miro hacia el fichero, donde las tarjetas de los empleados
de la fábrica asoman, ordenadas, como teclas o peldaños, pero con números. Unos
números grandes, dibujados con tinta oscura, que resalta sobre el suave rosado
del cartón. Las Musas deberían marcar tarjeta. Cumplir un horario. Entonces,
uno sabría a qué atenerse. Sería sencillo: uno escribiría en el horario
–predecible- en que ellas estuvieran activas.

Me pongo de pie, pero el oleaje sacude demasiado el barco.
Debo agarrarme con ambas manos a los bordes del escritorio. Espero no sentir
náuseas. El mar está embravecido. A la luz de los relámpagos, las crestas de
las olas parecen garras, que se ciernen sobre las frágiles siluetas de los
veleros. Sí, porque allí, más adelante, alcanzo a distinguir al otro barco, luchando
denodadamente contra la tormenta. El viento infla las velas, y se nota la
pericia de los capitanes, conduciendo sus naves. Se escuchan los gritos, las
órdenes, el rechinar de las maderas, a punto de romperse, el estallido de las
olas, golpeando contra el casco, y el agua que cae a raudales sobre la
cubierta.
De pronto, tan sorpresivamente como comenzó, la tempestad
amaina, y el mar vuelve a quedar sereno. Unas láminas rectangulares se ven
flotando por doquier. Debe ser la carga de uno de los barcos, que ha sufrido
una avería.
Aún estoy temblando, pero ya puedo soltar mis manos del
escritorio y ponerme de pie. Necesito asegurarme que todo está en orden. Sí. El
aire acondicionado continúa goteando, pero no alcanzó a mojar el fichero. ¡Qué
alivio! Llegué a pensar que aquellas láminas, flotando... Tampoco se han mojado
los dos cuadros, con imágenes de antiguos veleros, que cuelgan a los costados
del fichero. ¡Son tan bonitos! ¡Parecen tan reales! Sería una lástima que se
estropearan.
Escucho unos pasos. Es una Musa, que toma su tarjeta del
fichero, y marca su salida.
Hugo Jesús Mion.
Me ha gustado mucho, amigo, en serio. Pero claro, así cualquiera, trabajando en el patronato de las Musas...
ResponderBorrarGracias, Fernando. Con las Musas, es que soy infiel a la Luna. Termina siendo divertido...
BorrarVamos, vamos...eso de ser infiel....espero que no pase de la luna tu infidelidad...mmmm...
ResponderBorrarDe todos modos, el cuento me gustó. Y me quedó una duda: era una musa musa? o era de carne y hueso...???. mmmm.....
Uyuyuy... Hugo, esto se pone casi tan emocionante como el cuento.
ResponderBorrarNo quiero salir de cauce, pero he quedado intrigada.... Y yo que espero las musas cada vez que me siento frente al ojo azul....
ResponderBorrarQuizá ahora invoque a los duendes del bosque....
Ellos no habrán de marcar tarjeta.
Y, don Fernando Rubio Pérez, cúbrase las espaldas por las dudas, que a nuestro amigo le sigo los pasos de cerca... ( eso creo...). jajajaja..
¡Guauuuuuuu! El cuento alucinante y el comentario mejor aun.
ResponderBorrar¡Bravo Hugo!
Gracias, Alberto. Por la visita y el ánimo. Te sigo leyendo. Un abrazo.
BorrarMe ha gustado mucho tu forma de contar la falta de inspiración que sufrimos, a veces, lo que nos dedicamos a contar historias. Menos mal, que al final siempre llega. Precioso relato. Un saludo.
ResponderBorrarGracias por tu visita y por tu comentario. Cuando no sé sobre qué escribir, escribo sobre eso mismo, sobre la dificultad para inspirarme.
BorrarMuy imaginativo. describe a la perfección los momentos en que la mente divaga libremente por inimaginables escenarios.
ResponderBorrarPor lo general, desechamos tales delirios. En tu caso, los agarraste bien fuerte y los remachaste sobre el papel de aquella hoja en blanco.
Acerca de lo que menciona el relato, del cumplimiento de un horario para el artista, es conocida la costumbre del Negro Fontanarrosa, que cumplía estricto horario en su oficina. Tendría -quizás- de empleada a alguna brillante musa, que le permitía concebir su inigualable obra.